miércoles, 22 de julio de 2015

EN LA SOMBRA - 12 Tequilas & Köller




Rodolfo era un hombre manso, uno de esos viejos que hay en el fondo de algunas casas, casi siempre sentado en un banquito, acariciando al perro o dormitando al sol. Su vida transcurría en el jardín; allí pasaba todo su tiempo. Cada mañana abría los ojos y enseguida lo invadía una especie de apuro, de urgencia por ir al jardín. Con una taza de té entre las manos, caminaba hasta su amado nogal y allí se sentaba a contemplar las plantas, los pájaros, las gotitas de rocío destellando sobre el pasto como un cielo al revés. De cuando en cuando, algún caminante lo saludaba al pasar y él respondía con un cabeceo desinteresado; todo lo que existía más allá de la verja lo tenía sin cuidado. La primavera le agradaba particularmente; contemplar el revivir de las plantas era como asistir a un milagro y la explosión de las flores lo hacía sentirse parte de algo mágico y misterioso. Se pasaba las horas respirando el aire cargado de vida, quieto y curioso ante el zumbido de los insectos que revoloteaban en todas direcciones. En el centro estaba el nogal, ancho y macizo como una bestia clavada en la tierra, pero a la vez frondoso y tan manso como él. Una tarde, Rodolfo dormitaba arrullado por el suave ronroneo de las ramas, cuando algo se revolvió en las alturas y lo sobresaltó. No imaginó que el sonido que entonces oyó cambiaría todo. Se incorporó despacio, prestó atención: definitivamente no era un pájaro.
Revisó todos sus bolsillos hasta dar con los anteojos. Se los puso lentamente con las manos temblorosas, palpando los costados de su cabeza, como si se hubiese olvidado donde tenía las orejas. Poco a poco, la imagen antes difusa fue adquiriendo forma fantasmal, pero lo suficientemente clara como para saber que no era de este mundo terrenal. Se parecía a los hologramas que había visto en algunas películas futuristas; pero esto no era una película, y los hologramas solo existían en la ficción.
De pronto pensó que existía la posibilidad de que la senectud le estuviera afectando la cabeza, como a varios de sus amigos, que no recordaban a sus allegados y se habían quedado en el pasado, o como aquellos que fantaseaban e imaginaban cosas; pero se tranquilizó, pensando en que si era capaz de elaborar esos pensamientos, no estaba tan mal de la cabeza. Entonces levantó los lentes y se restregó los ojos, para volver a enfocar la mirada en esa visión entre las ramas del nogal. Las hojas se movían acompasadas por la brisa y de manera intermitente asomaba un rostro femenino sonriente y lozano, como el de una virgen sin edad, pero que en lugar del halo de luz, tenía una especie de ciudad. En ese momento, a lo único que le tenía miedo Rodolfo, era a la locura, pero igual le gritó a la imagen:
—¿Quién sos?
Y cuando intentaba pronunciar un “por qué a mí”, se fue desvaneciendo como lo que quedaba del día.
Esa noche cenó junto al perro lo que quedó del guiso del mediodía, y se fue a dormir más temprano que de costumbre. Soñó con un tranvía repleto de pasajeros, grises y anónimos extras de una película que solo se proyectaba en el viejo cine de su alma. En ese sueño volvió cincuenta años atrás en su pasado gris y nebuloso para encontrarse con la joven de la fantástica aparición.
La recordaba perfectamente. En aquel tranvía atestado, ella destacaba de la masa sudorosa y anónima como una estrella polar. Jamás supo su nombre, solo que con verla había encendido una brasa en su corazón temeroso. Clara podría llamarse, o quizás María; pero para él siempre sería Stella, la mujer soñada, aquella criatura imposible por lo perfecta, diseñada para ser su alegría y su pasión.
Ella jamás lo supo.
Nunca encontró el coraje para abordarla, o para dirigirle un simple "Hola, soy Rodolfo; ¿cómo se llama?". Compartieron viaje durante algunos meses: siempre subía en la misma parada, pero seguía cuando él debía bajarse.
—Siempre permanecí en la sombra; ni siquiera me atreví a romper con la rutina cotidiana para, por una vez, seguir juntos y descubrir dónde bajabas —le confesó en el sueño.
— Lo sé. Por eso has vuelto a verme, ¿verdad? —contestó ella, mirándolo con ojos tan grandes y profundos como un estanque de aguas mansas.
—Sí. Mi corazón te invocó, aunque mi mente te haya olvidado con los años.
—Aún hay tiempo: te espero bajo el nogal.
Despertó bien temprano en la mañana, minutos antes de las seis; notó que aquella ansiedad por llegar al jardín estaba un tanto difusa. Apoyó los puños en el colchón para incorporarse. Stella, pensó mientras observaba los surcos que la vida le había regalado a sus manos temblorosas; luego clavó la mirada en el cielorraso gastado de su habitación.
―Una casual compañera de viaje, a la que jamás le declaré mi amor, ni me animé a preguntar su nombre...y a la que no veo desde hace cincuenta años, me visita en mi jardín y me habla en sueños ―dijo en voz alta.
Respiró profundo; en el silencio de la mañana alcanzó a oír los violentos latidos de su corazón: la locura estaba ahí, amenazante, sentada a los pies de la cama.
―¿Qué mirás? ―inquirió Rodolfo, desafiándola―. ¿Qué te pensás? No vas a vencerme así, tan fácil. Se levantó casi de un salto, y fue directo al jardín. El fresco de la mañana le sacudió el cuerpo apenas atravesó la puerta. Con el paso acelerado, caminó hacia el nogal, apoyó ambas manos en el grueso tronco y miró hacia arriba: el cielo gris de la madrugada protagonizaba los espacios de una copa vacía
―¡Stella! ―gritó mientras sacudía el árbol con desesperación. En la vereda, la locura reía a carcajadas. Enseguida, los latidos del corazón, un ardor en el pecho y las rodillas contra el suelo. Luego el mundo de Rodolfo se vació por un instante.

―¿Vamos? ―dijo ella, extendiéndole la mano.

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