Rodolfo era
un hombre manso, uno de esos viejos que hay en el fondo de algunas casas, casi
siempre sentado en un banquito, acariciando al perro o dormitando al sol. Su
vida transcurría en el jardín; allí pasaba todo su tiempo. Cada mañana abría
los ojos y enseguida lo invadía una especie de apuro, de urgencia por ir al
jardín. Con una taza de té entre las manos, caminaba hasta su amado nogal y
allí se sentaba a contemplar las plantas, los pájaros, las gotitas de rocío destellando
sobre el pasto como un cielo al revés. De cuando en cuando, algún caminante lo
saludaba al pasar y él respondía con un cabeceo desinteresado; todo lo que
existía más allá de la verja lo tenía sin cuidado. La primavera le agradaba
particularmente; contemplar el revivir de las plantas era como asistir a un
milagro y la explosión de las flores lo hacía sentirse parte de algo mágico y
misterioso. Se pasaba las horas respirando el aire cargado de vida, quieto y
curioso ante el zumbido de los insectos que revoloteaban en todas direcciones.
En el centro estaba el nogal, ancho y macizo como una bestia clavada en la
tierra, pero a la vez frondoso y tan manso como él. Una tarde, Rodolfo
dormitaba arrullado por el suave ronroneo de las ramas, cuando algo se revolvió
en las alturas y lo sobresaltó. No imaginó que el sonido que entonces oyó
cambiaría todo. Se incorporó despacio, prestó atención: definitivamente no era
un pájaro.
Revisó
todos sus bolsillos hasta dar con los anteojos. Se los puso lentamente con las
manos temblorosas, palpando los costados de su cabeza, como si se hubiese
olvidado donde tenía las orejas. Poco a poco, la imagen antes difusa fue
adquiriendo forma fantasmal, pero lo suficientemente clara como para saber que
no era de este mundo terrenal. Se parecía a los hologramas que había visto en
algunas películas futuristas; pero esto no era una película, y los hologramas
solo existían en la ficción.
De pronto
pensó que existía la posibilidad de que la senectud le estuviera afectando la
cabeza, como a varios de sus amigos, que no recordaban a sus allegados y se
habían quedado en el pasado, o como aquellos que fantaseaban e imaginaban
cosas; pero se tranquilizó, pensando en que si era capaz de elaborar esos
pensamientos, no estaba tan mal de la cabeza. Entonces levantó los lentes y se
restregó los ojos, para volver a enfocar la mirada en esa visión entre las
ramas del nogal. Las hojas se movían acompasadas por la brisa y de manera
intermitente asomaba un rostro femenino sonriente y lozano, como el de una
virgen sin edad, pero que en lugar del halo de luz, tenía una especie de
ciudad. En ese momento, a lo único que le tenía miedo Rodolfo, era a la locura,
pero igual le gritó a la imagen:
—¿Quién
sos?
Y cuando
intentaba pronunciar un “por qué a mí”,
se fue desvaneciendo como lo que quedaba del día.
Esa noche
cenó junto al perro lo que quedó del guiso del mediodía, y se fue a dormir más
temprano que de costumbre. Soñó con un tranvía repleto de pasajeros, grises y
anónimos extras de una película que solo se proyectaba en el viejo cine de su
alma. En ese sueño volvió cincuenta años atrás en su pasado gris y nebuloso
para encontrarse con la joven de la fantástica aparición.
La
recordaba perfectamente. En aquel tranvía atestado, ella destacaba de la masa
sudorosa y anónima como una estrella polar. Jamás supo su nombre, solo que con
verla había encendido una brasa en su corazón temeroso. Clara podría llamarse,
o quizás María; pero para él siempre sería Stella, la mujer soñada, aquella
criatura imposible por lo perfecta, diseñada para ser su alegría y su pasión.
Ella jamás
lo supo.
Nunca
encontró el coraje para abordarla, o para dirigirle un simple "Hola, soy Rodolfo; ¿cómo se
llama?". Compartieron viaje durante algunos meses: siempre subía en la
misma parada, pero seguía cuando él debía bajarse.
—Siempre
permanecí en la sombra; ni siquiera me atreví a romper con la rutina cotidiana
para, por una vez, seguir juntos y descubrir dónde bajabas —le confesó en el
sueño.
— Lo sé.
Por eso has vuelto a verme, ¿verdad? —contestó ella, mirándolo con ojos tan
grandes y profundos como un estanque de aguas mansas.
—Sí. Mi
corazón te invocó, aunque mi mente te haya olvidado con los años.
—Aún hay
tiempo: te espero bajo el nogal.
Despertó
bien temprano en la mañana, minutos antes de las seis; notó que aquella
ansiedad por llegar al jardín estaba un tanto difusa. Apoyó los puños en el
colchón para incorporarse. Stella, pensó mientras observaba los surcos que la
vida le había regalado a sus manos temblorosas; luego clavó la mirada en el
cielorraso gastado de su habitación.
―Una casual
compañera de viaje, a la que jamás le declaré mi amor, ni me animé a preguntar
su nombre...y a la que no veo desde hace cincuenta años, me visita en mi jardín
y me habla en sueños ―dijo en voz alta.
Respiró
profundo; en el silencio de la mañana alcanzó a oír los violentos latidos de su
corazón: la locura estaba ahí, amenazante, sentada a los pies de la cama.
―¿Qué
mirás? ―inquirió Rodolfo, desafiándola―. ¿Qué te pensás? No vas a vencerme así,
tan fácil. Se levantó casi de un salto, y fue directo al jardín. El fresco de
la mañana le sacudió el cuerpo apenas atravesó la puerta. Con el paso
acelerado, caminó hacia el nogal, apoyó ambas manos en el grueso tronco y miró
hacia arriba: el cielo gris de la madrugada protagonizaba los espacios de una
copa vacía
―¡Stella!
―gritó mientras sacudía el árbol con desesperación. En la vereda, la locura
reía a carcajadas. Enseguida, los latidos del corazón, un ardor en el pecho y
las rodillas contra el suelo. Luego el mundo de Rodolfo se vació por un
instante.
―¿Vamos? ―dijo
ella, extendiéndole la mano.
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