lunes, 6 de julio de 2015

EL RAYO - 12 tequilas & Köller



Todo tan rápido, tan vertiginoso, que apenas tuvo tiempo de asimilar las cosas: el fogonazo enceguecedor y enseguida el rugido del trueno, el suelo bailando bajo sus pies descalzos, abandonar el camarote a la carrera y aferrarse a la baranda como a un amuleto impensado, la cara empapada de repente, luego el capitán corriendo por la cubierta y saltando por la borda como un desquiciado.
Él fue el único hombre a bordo hasta el final. El miedo lo había paralizado como un suero de muerte y, por espanto o por instinto, demoraba el horror de ese momento inevitable en que ya no habría nada bajo sus pies más que agua, miles y millones de litros de agua salada y tan negra como el cielo, como el aire, como cada forma en la noche cerrada.
No existe hombre que pueda imaginar con certeza su propia muerte. El misterio más rotundo de la nada o el paraíso por descubrir, a un tris apenas, un centímetro del abismo. Y Lois no podía rezar, no era ético convertirse a la fe al borde del precipicio, sin embargo, en el fondo de su ser deseaba desesperadamente aferrarse a algo y de pronto todas sus teorías del Big Bang comenzaban a pesar como una maldición. Quiso decir su nombre, pero no pudo. Un rayo sonó como un disparo y todo se iluminó. Frente a sus ojos, olas gigantes se balanceaban como en una danza demoníaca.
Arrastró las manos por la baranda helada hasta que estuvieron juntas; entrelazó los dedos y se dejó caer hasta que ambas rodillas chocaron con la cubierta húmeda. No hay caso, pensó, siempre hay algún momento en el que los seres humanos nos hundimos literalmente en el mar, llevándonos a la rastra todos nuestros deseos, quedando presos del desamparo absoluto; con el alma a la intemperie y sin opción…
―Oh, Dios mío ―sollozó.
Pero Él no bajaría a rescatarlo, y en el fondo lo aceptaba como un hecho. A pesar del temor natural e irresistible a la propia extinción que siente toda criatura viviente, resolvió en ese instante final que su muerte le pertenecía solo a él, que no quería compartir su dolor ni su desesperanza con ninguna divinidad. Solo había venido, y a solas se iría de este mundo. La muerte era un asunto íntimo.
Cada gota del océano se estaba congregando en las alturas para sepultarlo bajo una furiosa avalancha, pero en ese momentáneo lapso de quietud se sintió envuelto por una calma interior que lo aisló de todo ese ruidoso infierno líquido. Cerró los ojos, y volvió a aquel patio de ladrillos rojos con malvones de su niñez. Su madre lo abrazaba, y el dulce aroma de su pelo dorado de sol lo envolvió como un manto protector. Otros recuerdos acudieron en su ayuda: el primer beso, un paseo por la playa al atardecer, la risa de su hijo abriendo los regalos en Navidad; todos los felices fragmentos de su vida lo abrazaban para que no se creyera abandonado. “Fue una buena vida”, se dijo. Estaba listo para partir.

Lois nunca supo cuánto tiempo estuvo perdido en su pasado. Cuando abrió los ojos, se descubrió tirado sobre la arena, envuelto a medias por una masa de algas podridas y rodeado por los restos del naufragio. Comenzó a reír descontroladamente: por primera vez, se sentía realmente vivo.

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