lunes, 28 de diciembre de 2015

DIARIO DE UN DIA - 12 Tequilas & Köller





Goyo despertó como todos los días, con los acordes del estribillo de “Los dinosaurios” de Charly García, melodía que solo él identificaba como tal en ese dispar de notas extrañas emanadas del despertador musical “made in china”. Se desperezó según su habitual ceremonia para exorcizar los fantasmas del sueño y alejarlos para empezar bien el día.
Los lunes siempre eran agotadores ya que aprovechada el fin de semana para hacer ejercicio físico, caminatas o jugar al futbol; en cambio, los días de semana se los dedicaba a su amante de turno, siempre mujeres casadas o en pareja, para no atarse a ninguna. Se preparó el jugo de naranja y pomelo, un café bien fuerte, dos tostados con queso light, y tomó el diario recién dejado por el portero.
Lo que leyó lo dejó perplejo. Se restregó los ojos varias veces, se puso los anteojos, y volvió a enfocar la vista en los titulares: “El mundo va por la derecha” rezaba, y una foto de los grandes fachos y asesinos de la historia ocupaba la primera plana. En principio la reacción fue de estupor, pero se dijo que no podía ser cierto, que tal vez se trataba de una broma pesada. Miró la fecha, y ahí sí la sorpresa fue mayúscula: el diario tenía la fecha mal, la de dentro de dos días. Como sabía que el portero leía otro matutino, lo llamó y se lo pidió con la excusa de ver algo en los clasificados. Miró la fecha y los titulares: coincidían con su diario. ¿Broma o error? Era absurdo por donde se lo mirara. Probó con la TV, la radio y los portales de noticias en Internet, con idéntico y desolador resultado: era miércoles, lo que significaba que se habían esfumado dos días de su vida, incluyendo el martes de su propio cumpleaños. Revisó el correo electrónico y los estados en redes sociales, y no pudo encontrar ni una sola respuesta suya a los saludos y deseos de felicidad por una nueva etapa en su vida. "¡Cuarenta años después, ¿qué se siente?", bromeaba el mensaje de una tal Cassandra. ¿Habría dormido una borrachera de dos días? Ningún recuerdo desde el domingo a la noche, y su cuerpo no registraba el menor atisbo de resaca. Un sutil y persistente sonido de fondo interrumpió sus cavilaciones, un sonido familiar que despertó antiguos ecos de inquietud en su espíritu. Abrió una ventana que daba a la calle, y confirmó sus temores: bajo una tenue capa de hurras y aplausos de los transeúntes, se destacaban los inconfundibles acordes de una marcha militar. "¡Cuarenta años después, ¿qué se siente?".
—Se siente como si fuera el único infeliz que está alarmado —se contestó con amargura. Allá afuera no había una multitud, pero eran suficientes personas como para impedirle identificar el origen de aquella música. Otro sonido, más cercano y urgente, lo obligó a volverse. ¡El teléfono de línea! Estaba tan habituado al uso del celular que casi había olvidado esa reliquia. Un incómodo y pesado aparato negro, con un disco para marcar el número en cuyo centro se destacaba una desteñida banderita argentina, y el propio número escrito con bolígrafo, apenas visible. Ese aparato, una de las pocas cosas heredadas que no había desechado, no se había usado en años. Con paso vacilante, se acercó a la mesita baja cubierta con una amarillenta carpetita tejida al crochet donde aquella bestia seguía con sus bramidos y, tragando saliva, levantó el tubo. Y escuchó.
―¡Pacho! ―dijo una voz femenina al otro lado de la línea.
―¿Quién habla? ―respondió Goyo en un tono tembloroso; hacía por lo menos treinta y cinco años que no lo llamaban así.
―Soy yo, boludo ―siguió la mujer―. Cayeron Tito y el Negro; te tenés que guardar ya.
―¿Silvia?
―¿Qué te pasa? ¿Sos idiota o te hacés? ―preguntó la mujer sorprendida. 
―No, no ―interrumpió Goyo intentando seguir una conversación que olía a una época sepultada en lo más profundo del alma―. Disculpame, es que estaba dormido.
―¿Dormido? ¡Bueno, despertate, carajo! Cayeron Tito, el Negro; León y Rita se fugaron unas horas antes de que reventaran la casa. Seguís vos, así que te tenés que guardar. 
Goyo dejó caer el tubo del viejo teléfono que se estrelló contra una de las baldosas de granito amarillo idénticas a las que adornaban el living de la casa de Villa Urquiza en la que se había criado. La sorpresa volvió a dejarlo sin aliento: el piso de su departamento de Palermo no tenía nada que ver con aquella casa de su infancia. Se agachó para tocar las baldosas amarillas y asegurarse de que lo que sus ojos veían fuera cierto. Un sonido estridente que venía desde el piso lo trajo de nuevo a la realidad: 
―¡Pacho, Pachito! ―chillaba Cassandra como si estuviese atrapada dentro del cilindro de plástico negro― ¡Guardate, Pachito! <en el teléfono Silvia siempre fue Cassandra>
Con un movimiento rápido, Goyo colgó el auricular y fue directo hacia la ventana. No se tomó ni uno solo segundo para escrutar el lugar; no estaba en condiciones de analizar detalles. Se calzó una campera de cuero marrón y salió a la calle; hundió ambas manos en los bolsillos y comenzó a caminar entre la gente al ritmo de la marcha militar.
Se detuvo en la esquina y se quedó mirando el cielo; allí estaban las nubes, el sol pálido de la mañana. Cerró los ojos e inspiró profundo, buscando llenarse de ese momento, asimilar de algún modo lo que estaba sucediendo. La música se oía cada vez más fuerte, como si la banda avanzara hacia él. Alguien lo empujó y lo hizo volver en sí. De golpe el dolor en el cuerpo, la capucha hedionda cubriéndole la cara, los alambres lacerándole las muñecas. Era un sueño, pensó. La sed lo hizo toser y la convulsión le recordó las heridas de la noche anterior, las descargas como puñales ardientes, las carcajadas de los verdugos. La imagen del inicio de su calvario le volvió fugazmente: las advertencias el lunes, su cumpleaños el martes, el miércoles las botas, los fusiles, el Falcon en la puerta de su casa de Villa Urquiza. ¿Cuánto tiempo habría pasado ya? Las horas eran incontables; la marcha, la maldita marcha militar a todo volumen en los parlantes las veinticuatro horas era a veces más enloquecedora que la tortura misma. Se le ocurrió llorar pero no pudo; sabía que iba a morir, que ya no volvería a ver a su madre, a su padre, a Cassandra. La puerta se abrió con un chirrido y una garra lo empuñó por un brazo y lo arrastró fuera de la celda. Oyó las voces de siempre, reconoció la humedad del pasillo y supo perfectamente a dónde lo llevaban. Cuando le quitaron la capucha, ya estaba acostado boca arriba en la mesa; cerró los ojos y le pidió a Dios que le concediera la muerte de una vez por todas.
Al abrirlos, ellos ya no estaban. Tampoco la sed, ni el dolor, ni el miedo. Se sentó en la cama, aturdido por la nitidez aplastante del sueño. La marcha persistía en la calle como un incesante martilleo. Se precipitó al balcón y observó la escena con cuidado: era una orquesta de niños, pequeños, hermosos niños soplando trompetas, golpeando platillos, avanzando a paso acompasado por la avenida. Goyo sonrió; dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
―Cuarenta años después ―dijo en un murmullo―, no pasarán.
Se enjugó las lágrimas y repitió una vez más:
―No pasarán…

miércoles, 19 de agosto de 2015

EL ÚLTIMO DÍA - Laura Olivera & Köller



Había una ventana pequeña, en lo alto: se estiró tanto como pudo y, en puntas de pie, alcanzó a ver un pedazo de cielo pálido, apenas anaranjado: sabía que aquel era su último amanecer. Ensimismado y triste, con un llanto apretado en la garganta, Silverio contempló el débil reflejo del sol en las nubes; el aire tibio de la mañana le llenó el pecho de nostalgia. Se sentó en la cama y esperó, pensativo.


La llave traqueteó en la cerradura con la puntualidad de siempre y Armando entró con un sigilo particular: le entregó el jarrito y salió rápido, como si se escondiera. Se veían todos los días, como todo preso a su carcelero, y habían llegado a ser amigos.
Se tomó el té intentando saborear cada gotita; focalizó en cada respiración y observó la celda contemplando hasta el más mínimo detalle. Sin embargo, no pudo evitar que el recuerdo de aquella fatídica noche le atrapara la mente: los gemidos de Ruth, aquel monstruo roñoso que se balanceaba sobre ella, el estallido seco seguido del calor de la explosión en su mano derecha y la mancha de sangre sobre la pared. Si al menos la vida le diera una chance para redimirse, pensó mientras se secaba las lágrimas.
Armando lo miró contemplativo desde la puerta de la celda, como si pudiese leerle el pensamiento.
—Ya sé lo que estás pensando —dijo con voz firme—, que merecías otra oportunidad. Sin embargo, a veces… —Silverio alzó la mano para que hiciera silencio.
—Yo no la maté —interrumpió.

miércoles, 22 de julio de 2015

EN LA SOMBRA - 12 Tequilas & Köller




Rodolfo era un hombre manso, uno de esos viejos que hay en el fondo de algunas casas, casi siempre sentado en un banquito, acariciando al perro o dormitando al sol. Su vida transcurría en el jardín; allí pasaba todo su tiempo. Cada mañana abría los ojos y enseguida lo invadía una especie de apuro, de urgencia por ir al jardín. Con una taza de té entre las manos, caminaba hasta su amado nogal y allí se sentaba a contemplar las plantas, los pájaros, las gotitas de rocío destellando sobre el pasto como un cielo al revés. De cuando en cuando, algún caminante lo saludaba al pasar y él respondía con un cabeceo desinteresado; todo lo que existía más allá de la verja lo tenía sin cuidado. La primavera le agradaba particularmente; contemplar el revivir de las plantas era como asistir a un milagro y la explosión de las flores lo hacía sentirse parte de algo mágico y misterioso. Se pasaba las horas respirando el aire cargado de vida, quieto y curioso ante el zumbido de los insectos que revoloteaban en todas direcciones. En el centro estaba el nogal, ancho y macizo como una bestia clavada en la tierra, pero a la vez frondoso y tan manso como él. Una tarde, Rodolfo dormitaba arrullado por el suave ronroneo de las ramas, cuando algo se revolvió en las alturas y lo sobresaltó. No imaginó que el sonido que entonces oyó cambiaría todo. Se incorporó despacio, prestó atención: definitivamente no era un pájaro.
Revisó todos sus bolsillos hasta dar con los anteojos. Se los puso lentamente con las manos temblorosas, palpando los costados de su cabeza, como si se hubiese olvidado donde tenía las orejas. Poco a poco, la imagen antes difusa fue adquiriendo forma fantasmal, pero lo suficientemente clara como para saber que no era de este mundo terrenal. Se parecía a los hologramas que había visto en algunas películas futuristas; pero esto no era una película, y los hologramas solo existían en la ficción.
De pronto pensó que existía la posibilidad de que la senectud le estuviera afectando la cabeza, como a varios de sus amigos, que no recordaban a sus allegados y se habían quedado en el pasado, o como aquellos que fantaseaban e imaginaban cosas; pero se tranquilizó, pensando en que si era capaz de elaborar esos pensamientos, no estaba tan mal de la cabeza. Entonces levantó los lentes y se restregó los ojos, para volver a enfocar la mirada en esa visión entre las ramas del nogal. Las hojas se movían acompasadas por la brisa y de manera intermitente asomaba un rostro femenino sonriente y lozano, como el de una virgen sin edad, pero que en lugar del halo de luz, tenía una especie de ciudad. En ese momento, a lo único que le tenía miedo Rodolfo, era a la locura, pero igual le gritó a la imagen:
—¿Quién sos?
Y cuando intentaba pronunciar un “por qué a mí”, se fue desvaneciendo como lo que quedaba del día.
Esa noche cenó junto al perro lo que quedó del guiso del mediodía, y se fue a dormir más temprano que de costumbre. Soñó con un tranvía repleto de pasajeros, grises y anónimos extras de una película que solo se proyectaba en el viejo cine de su alma. En ese sueño volvió cincuenta años atrás en su pasado gris y nebuloso para encontrarse con la joven de la fantástica aparición.
La recordaba perfectamente. En aquel tranvía atestado, ella destacaba de la masa sudorosa y anónima como una estrella polar. Jamás supo su nombre, solo que con verla había encendido una brasa en su corazón temeroso. Clara podría llamarse, o quizás María; pero para él siempre sería Stella, la mujer soñada, aquella criatura imposible por lo perfecta, diseñada para ser su alegría y su pasión.
Ella jamás lo supo.
Nunca encontró el coraje para abordarla, o para dirigirle un simple "Hola, soy Rodolfo; ¿cómo se llama?". Compartieron viaje durante algunos meses: siempre subía en la misma parada, pero seguía cuando él debía bajarse.
—Siempre permanecí en la sombra; ni siquiera me atreví a romper con la rutina cotidiana para, por una vez, seguir juntos y descubrir dónde bajabas —le confesó en el sueño.
— Lo sé. Por eso has vuelto a verme, ¿verdad? —contestó ella, mirándolo con ojos tan grandes y profundos como un estanque de aguas mansas.
—Sí. Mi corazón te invocó, aunque mi mente te haya olvidado con los años.
—Aún hay tiempo: te espero bajo el nogal.
Despertó bien temprano en la mañana, minutos antes de las seis; notó que aquella ansiedad por llegar al jardín estaba un tanto difusa. Apoyó los puños en el colchón para incorporarse. Stella, pensó mientras observaba los surcos que la vida le había regalado a sus manos temblorosas; luego clavó la mirada en el cielorraso gastado de su habitación.
―Una casual compañera de viaje, a la que jamás le declaré mi amor, ni me animé a preguntar su nombre...y a la que no veo desde hace cincuenta años, me visita en mi jardín y me habla en sueños ―dijo en voz alta.
Respiró profundo; en el silencio de la mañana alcanzó a oír los violentos latidos de su corazón: la locura estaba ahí, amenazante, sentada a los pies de la cama.
―¿Qué mirás? ―inquirió Rodolfo, desafiándola―. ¿Qué te pensás? No vas a vencerme así, tan fácil. Se levantó casi de un salto, y fue directo al jardín. El fresco de la mañana le sacudió el cuerpo apenas atravesó la puerta. Con el paso acelerado, caminó hacia el nogal, apoyó ambas manos en el grueso tronco y miró hacia arriba: el cielo gris de la madrugada protagonizaba los espacios de una copa vacía
―¡Stella! ―gritó mientras sacudía el árbol con desesperación. En la vereda, la locura reía a carcajadas. Enseguida, los latidos del corazón, un ardor en el pecho y las rodillas contra el suelo. Luego el mundo de Rodolfo se vació por un instante.

―¿Vamos? ―dijo ella, extendiéndole la mano.

lunes, 6 de julio de 2015

EL RAYO - 12 tequilas & Köller



Todo tan rápido, tan vertiginoso, que apenas tuvo tiempo de asimilar las cosas: el fogonazo enceguecedor y enseguida el rugido del trueno, el suelo bailando bajo sus pies descalzos, abandonar el camarote a la carrera y aferrarse a la baranda como a un amuleto impensado, la cara empapada de repente, luego el capitán corriendo por la cubierta y saltando por la borda como un desquiciado.
Él fue el único hombre a bordo hasta el final. El miedo lo había paralizado como un suero de muerte y, por espanto o por instinto, demoraba el horror de ese momento inevitable en que ya no habría nada bajo sus pies más que agua, miles y millones de litros de agua salada y tan negra como el cielo, como el aire, como cada forma en la noche cerrada.
No existe hombre que pueda imaginar con certeza su propia muerte. El misterio más rotundo de la nada o el paraíso por descubrir, a un tris apenas, un centímetro del abismo. Y Lois no podía rezar, no era ético convertirse a la fe al borde del precipicio, sin embargo, en el fondo de su ser deseaba desesperadamente aferrarse a algo y de pronto todas sus teorías del Big Bang comenzaban a pesar como una maldición. Quiso decir su nombre, pero no pudo. Un rayo sonó como un disparo y todo se iluminó. Frente a sus ojos, olas gigantes se balanceaban como en una danza demoníaca.
Arrastró las manos por la baranda helada hasta que estuvieron juntas; entrelazó los dedos y se dejó caer hasta que ambas rodillas chocaron con la cubierta húmeda. No hay caso, pensó, siempre hay algún momento en el que los seres humanos nos hundimos literalmente en el mar, llevándonos a la rastra todos nuestros deseos, quedando presos del desamparo absoluto; con el alma a la intemperie y sin opción…
―Oh, Dios mío ―sollozó.
Pero Él no bajaría a rescatarlo, y en el fondo lo aceptaba como un hecho. A pesar del temor natural e irresistible a la propia extinción que siente toda criatura viviente, resolvió en ese instante final que su muerte le pertenecía solo a él, que no quería compartir su dolor ni su desesperanza con ninguna divinidad. Solo había venido, y a solas se iría de este mundo. La muerte era un asunto íntimo.
Cada gota del océano se estaba congregando en las alturas para sepultarlo bajo una furiosa avalancha, pero en ese momentáneo lapso de quietud se sintió envuelto por una calma interior que lo aisló de todo ese ruidoso infierno líquido. Cerró los ojos, y volvió a aquel patio de ladrillos rojos con malvones de su niñez. Su madre lo abrazaba, y el dulce aroma de su pelo dorado de sol lo envolvió como un manto protector. Otros recuerdos acudieron en su ayuda: el primer beso, un paseo por la playa al atardecer, la risa de su hijo abriendo los regalos en Navidad; todos los felices fragmentos de su vida lo abrazaban para que no se creyera abandonado. “Fue una buena vida”, se dijo. Estaba listo para partir.

Lois nunca supo cuánto tiempo estuvo perdido en su pasado. Cuando abrió los ojos, se descubrió tirado sobre la arena, envuelto a medias por una masa de algas podridas y rodeado por los restos del naufragio. Comenzó a reír descontroladamente: por primera vez, se sentía realmente vivo.

viernes, 3 de julio de 2015

Si alguien me hubiese dicho – 12 Tequilas & Köller



Miraba extasiada por la ventana cómo el viento jugaba caprichosamente con las hojas otoñales. Por alguna extraña razón, esa tarde me sentía identificada con aquellas criaturas frágiles y amarillentas, tan secas que necesitaban de una fuerza exterior para simular que seguían vivas.  Cuando al mirarme las manos, palpar mis brazos o pasar la lengua por mis labios, pude sentir que de alguna manera yo también me estaba secando, y que el tono dorado del verano se iba desluciendo hasta llegar al color macilento de ahora, supe –y esto fue lo peor- que necesitaba algo, alguien, para que mi existencia no quedara reducida a un montón de horas vacías de inacción.
La vida había resultado ser corta, una lástima advertirlo tan tarde, cuando ya las cosas no son iguales, cuando las manos tiemblan un poco y la vista se vuelve engañosa, casi malvada. Contemplé el colchón crujiente y me recordé a mí misma de pequeña, esa época llena de futuro y chupetines, la alegría de saberme dueña de las tardes, los días tan largos, las faldas de mamá. Si tan solo alguien me hubiese dicho que sería tan breve, que en un abrir y cerrar de ojos todo sería recuerdo. Suspiré, quizá apesadumbrada, y fui hasta el escritorio. Sin pensarlo extraje una hoja y comencé a escribir la carta, de corrido, como si las palabras hubieran palpitado siempre dentro de mí.

Marisa deslizó los dedos con suavidad por sobre el teclado de la vieja máquina de escribir cargada con ese trozo de papel inmóvil, casi tan amarillento como las hojas del otoño. El último intento literario de la abuela, le había sido entregado como si se tratara de un tesoro único e irrepetible. Observó el paisaje a través de la ventana: el otoño la llenó de nostalgia. En el espejo, el cabello rubio enmarañado, los ojos grises y las marcas de la chocolatada como una mueca alrededor de los labios. Debajo de la cama, el reflejo de la muñeca que buscaba sin éxito desde la mañana. Su rostro se iluminó…


jueves, 2 de julio de 2015

12 tequilas y 1 funeral – Laura Olivera, Claudia Lonfat y Patricio G. Bazán


Desde el fondo de un pozo, como una cosa lejana, oí la voz de papá:
—Despertate —decía—. Vamos.
Lentamente, en un esfuerzo titánico, conseguí asomarme a la consciencia, regresar a mi habitación, a mi cama, aunque no recordaba haber llegado allí. Desde el ojo del tornado que era el mundo, quise recordar. Solo retazos, imágenes sueltas: una barra de madera, una botella, el sabor salado, las rodajitas de limón. Mi cuerpo estaba vencido pero había que asistir al funeral.
No entiendo como habíamos llegado a este punto, pensé, mientras las arcadas venían de golpe y no me daban tiempo a correr hasta el baño. Un gutural eructo y los doce tequilas saliendo como un volcán en erupción. Mi boca de pronto era el cráter por donde expulsaba todo ese dolor mezclado entre doce tequilas, y la pregunta — ¿Qué lugar cobijará un cuerpo roto? —Mientras asisto a un funeral sin muerto—.
Veo algunos rostros conocidos, pero otros se escapan de la memoria. Debería hacer el intento pero me cuesta concentrarme, así que dejo partir esos recuerdos con una sonrisa entumecida. Adiós, gracias por venir, sean quienes fueran.
A los familiares más cercanos aun los retengo, y me gustaría explicarles que no hay dolor, pero siento la boca pastosa. Sus voces se van opacando de a poco, y no me queda ni el consuelo de abrazarlos. Ahora sé que papá no pudo despertarme.
12 tequilas, y mi propio funeral.